La pequeña corrupción
Alejandro Armengol
Era a mediados de la década de 1970 y ese día me había tocado ir a la
microbrigada. "El es buena gente. Yo he estado en su casa", dijo de
pronto uno que trabajaba a mi lado. Se refería a quien era entonces
ministro del Trabajo, un sujeto desagradable y distante, de baja
estatura, que siempre asistía a las reuniones enfundado en una chaqueta
de cuero negro, para que a ninguno de los asistentes le quedara duda de
que vivía en un clima refrigerado.
"¿Y que tú hacías en casa del ministro?", le preguntó otro, mientras la
capa de relleno en la pared seguía aumentando de volumen
innecesariamente ("A mí que me importa, no voy a vivir aquí", había
respondido antes, cuando le advirtieron que todo ese cemento y arena,
mal mezclado y acumulado, terminaría rajándose a los pocos meses).
"Fuimos a hacer un trabajo", y no había orgullo, pero tampoco pena o
bochorno en sus palabras.
"Así que el ministro mandó a hacer una reparación en su casa a miembros
de la microbrigada. Yo jamás hubiera ido", afirmó el que seguía tirando
mezcla contra la pared, aunque la mitad de cada paletada caía al suelo.
"No fue un arreglo, fue una ampliación", dijo el primero, que comenzaba
a arrepentirse de sus palabras.
Lo peor, lo verdaderamente malsano, es que ninguno de nosotros, de los
que esa mañana hacíamos labores de construcción –muchos sin saber nada
de cómo se levantaba una pared o se hacía un encofrado– estábamos
realmente asombrados de lo escuchado. Que un ministro utilizara una
fuerza laboral, que supuestamente llevaba a cabo la labor ejemplar de
edificar viviendas para ellos y sus compañeros de trabajo ("los
gloriosos cascos blancos", como los había llamado Fidel Castro), era una
prerrogativa más que podían permitirse los que estaban por arriba en la
jefatura de mando, como vivir encerrados en habitaciones con el aire
acondicionado al máximo y tener a su disposición una flotilla de
automóviles, mientras afuera, en la otra realidad del país, lo único
disponible eran ómnibus viejos y destartalados que nunca llegaban a
tiempo y calor, mucho calor.
¿La estará emprendiendo el gobierno de Raúl Castro con los miles de
pequeños corruptos que existen en Cuba? No sé si dispone de la fuerza
necesaria para ello. Ojalá y así sea, pero lo pongo en duda. En primer
lugar porque los procesos que se conocen hasta el momento tienen que ver
con algunos desmedidos, que en un momento dado pensaron que podían obrar
"por la libre". En segundo, porque la corrupción es inherente al sistema
implantado en la isla: algo endémico, pero que a la vez trata de
aparecer como ajeno, impostado.
Más que un gobierno propiamente dicho, Fidel Castro estableció una forma
de mando, que en buena medida aún se mantiene en pie en el país, donde
logró aunar una apariencia protofacista en lo ideológico, las consignas,
las grandes concentraciones y marchas y los discursos del líder con una
administración nacional –casi doméstica–, más cercana a un estilo
mafioso, gansteril, donde el reparto de cuotas de poder a determinadas
familias quedaba siempre supeditado a la voluntad del jefe, que era a la
vez padrino y líder; dispensador de prebendas y castigos. Así, durante
su mandato, el destape de un corrupto era más bien una pérdida de la
gracia otorgada por el jefe ("cayó en desgracia") que el resultado de
una verdadera operación de rastreo, denuncia y castigo de lo mal hecho.
Al parecer Raúl Castro ha modificado esta ecuación, y el perseguir los
diversos tipos de corrupción es una prioridad de su gobierno. Pero más
allá de la consideración –que no debe pasarse por alto– de que estas
investigaciones son en primer lugar una fórmula para sacar del camino a
los partidarios de su hermano mayor, queda la interrogante de si el
sistema administrativo que se quiere mantener en Cuba es capaz de
existir sin la corrupción, si ese mecanismo de desvío de recursos,
latrocinio y desorden no es también una fuente de estabilidad para el
gobierno.
Lo que resulta muy difícil, casi imposible, es eliminar toda esa
corrupción imperante en la isla sin dar al mismo tiempo formas
alternativas de obtención de recursos, ingresos e incluso de
enriquecimiento.
Ofrecer esa lista menguada de ocupaciones –más bien propia de un feudo
que de un país subdesarrollado– no alimenta las esperanzas de que en un
futuro cercano surja en la isla un sector privado legal, que por su
propio beneficio combata, en lo individual y lo nacional, una corrupción
que limite su desarrollo.
Uno de los aliados que por décadas ha empleado el gobierno cubano es la
escasez. La falta desde alimentos hasta una vivienda o un automóvil ha
sido utilizada, tanto para alimentar la envidia y el resentimiento, como
en ocupar buena parte de la vida cotidiana de los cubanos. En tal
situación, la corrupción y el delito han reinado durante más de
cincuenta años del proceso revolucionario.
Ya los ministros no pueden utilizar a los microbrigadistas para arreglar
o ampliar sus viviendas, sencillamente porque las microbrigadas han
desaparecido. Ello no le impide a cualquiera que tiene un puesto más o
menos importante en Cuba el buscar alguna forma de obtener beneficios de
forma fraudulenta. Le va la vida –o al menos la vida fuera de la cárcel–
cuando lo hace. También pierde una vida –mejor, más privilegiada– cuando
no lo hace.
http://www.elnuevoherald.com/2011/09/26/v-fullstory/1030953/alejandro-armengol-la-pequena.html
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