Monday, June 13, 2016

La Habana maravilla

La Habana maravilla
A diferencia de otras dictaduras, la cubana ha sido incapaz de crear una
arquitectura en que fundamentar su permanencia
Alejandro Armengol, Miami | 13/06/2016 9:49 am

Viernes 28 de junio de 1940. 6:00 a.m. Una caravana de limusinas
Mercedes Benz recorre los bulevares. Por pocas horas Hitler visita
París. Hosco y confiado, conquistador y turista, inspecciona más que
observa las maravillas de una ciudad que nunca volverá a ver.
Puerta de Tiananmen en la Ciudad Prohibida. Hay que recorrer poco más de
200 metros y un paso subterráneo para enfrentar la plaza. Pero a la
derecha de esa puerta, que el visitante atraviesa tras recorrer 900
edificios, obras de arte y objetos que pertenecieron a las colecciones
imperiales durante 500 años, un enorme cartel avisa del sitio donde Mao
declaró la república socialista china, el 1 de octubre de 1949.
Año 1980. Es noche en Moscú y de forma brusca un portero detiene al
hombre a la entrada del Hotel Ucrania, luego retrocede temeroso, al
darse cuenta del gesto brusco empleado con un turista extranjero. El
edificio tiene 34 pisos y fue construido en 1955. Forma parte de un
conjunto de siete rascacielos —las "Siete Hermanas"— edificados durante
los últimos años de la época de Stalin.
Una inscripción en el Palacio de los Oficios: "La tercera Roma se
extenderá desde las altas colinas a lo largo de las orillas de río
sagrado hasta las playas del Tirreno". Parecía llegado el turno, luego
de la antigua y la cristiana, a la Roma fascista. En 1922 Mussolini
organiza una marcha hacia la capital, entre el 27 y el 29 de octubre. Il
Duce forma gobierno el día 30 y se convierte en el primer ministro más
joven de la historia italiana. Pero la dictadura fascista no comienza de
inmediato, ya que aún se necesitarán meses para asegurar el control de
todos los mecanismos de poder político.
Otra ciudad, otra marcha y otra caravana. 8 de enero de 1959. Fidel
Castro entra en La Habana. Desde ese día y antes, la revolución cubana
nunca abandonará el solapado rencor campesino ante lo urbano, donde se
aprovechan las circunstancias pero rige la sospecha.
Los dictadores recelan de las ciudades, las consideran difíciles de
dominar, peligrosas en su esencia porosa, polos de atracción para las
mezclas más diversas, llenas de individuos que con frecuencia cambian de
residencia. Se atreven a conquistarlas solo cuando su poder se ha
desarrollado y nutrido alejado de ellas. Incluso en figuras como Hitler
y Mussolini, que incluyen la reconstrucción o edificación de capitales
imperiales entre sus sueños de grandeza, hay una notable "urbanofobia".
Hitler concibió edificios monumentales para Berlín, y así superar la
grandeza de París y de una Viena donde primero se sintió humillado —como
artista en su juventud— y luego fue saludado por una multitud equivoca y
entusiasta, aunque siempre mantuvo su inclinación —se podría decir hasta
su amor— por la pequeña Linz, en cuyas cercanías había transcurrido
parte de su infancia.
En sus comienzos un movimiento urbano de tendencia republicana, el
fascismo es posteriormente financiado por los terratenientes y las capas
más conservadoras de la sociedad italiana.
Tanto en Mussolini como en Hitler y Stalin, cualquier proyección
arquitectónica debe regirse por el principio del orden. La ciudad debe
ser reconstruida, ampliada —incluso magnificada— con el objetivo
primordial de controlarla.
Los objetivos de dominación tras la entrada de Castro en La Habana
transitan por un rumbo opuesto, aunque con un objetivo común: menoscabar
la ciudad para doblegarla.
Actitud y conducta contumaces desde su origen hasta hoy: el Movimiento
26 de Julio se sirve del terrorismo en las ciudades, pero siempre
considera y proclama la lucha en las montañas como el objetivo
fundamental. Destruir y causar caos y terror en la capital, para ganar
tiempo y así establecer las bases del poder en el campo. Tras el
triunfo, el prejuicio contra lo urbano sustenta y justifica la
desconfianza y el abandono. La capital, como centro de explotación y
pecado, tiene que pagar un precio de humillación y desprecio: sus
habitantes trasladarse a trabajar en el campo, los cines dejan de
brindar estrenos durante las temporadas de jornadas agrícolas.
Por décadas, La Habana admite con renuencia y entusiasmo a guajiros
analfabetos y toscos; jóvenes campesinas que llegan para aprender corte
y costura y no quieren volver a sus pueblos de origen; técnicos y
funcionarios soviéticos y de los países socialistas; idealistas de
cualquier parte del mundo; turistas en busca de la experiencia
revolucionaria o simples fornicadores, aventureros y estafadores;
becados de los más remotos confines y año tras año y hasta el momento a
los nacionales aspirantes a policías y represores: individuos que a
cambio de un techo colectivo y una comida mejor están dispuestos a
romperle la cabeza a cualquiera, especialmente a quienes ellos
desprecian y no entienden.
Y durante todo ese tiempo la capital cubana resiste esa transformación,
decretada cuando las tropas campesinas entraron a la ciudad dispuestas a
convertir al sitio en sus cuarteles de invierno o de verano, campamento
de descanso y entrenamiento guerrillero, cantera desde la cual
estudiantes, soldados y profesionales revolucionarios saldrían para
llevar los ideales fidelistas al resto de la nación y el mundo.
A diferencia de otras dictaduras, la cubana ha sido incapaz de crear una
arquitectura en que fundamentar su permanencia. Los pocos edificios que
pueden asociarse con el presente —o a estas alturas con el pasado—
revolucionario han sido víctimas de una apropiación que los desvirtúa
del objetivo original: es imposible hablar de la heladería Coppelia sin
asociarla a los homosexuales; las viviendas hechas por las microbrigadas
son apenas una mención para destacar el deterioro; la Ciudad
Universitaria José Antonio Echeverría (CUJAE) un proyecto a medias; el
Instituto Superior de Arte (ISA) un recinto sospechoso de creadores
disidentes; el Parque Lenin una referencia al refugio temporal del
escritor Reinaldo Arenas; un Centro de Convenciones —construido hace ya
bastante años— en recinto para reuniones que al final han tenido poco
alcance internacional; la reanimación del centro histórico de la ciudad
colonial convertida en fachada turística.
El verdadero centro de poder del país se ha limitado a la Plaza de
Revolución, un conjunto de edificios creados durante la dictadura de
Fulgencio Batista, del que se apropió Castro y adaptó a sus fines de
supervivencia.
Si bien la falta de un desarrollo de construcciones impetuoso y
desmedido ha cumplido —de forma indirecta y sin propuesta de
conservación alguna— una función no buscada de preservación urbana,
también ha contribuido para que en la imaginación literaria
―especialmente para los exiliados y extranjeros― La Habana continúe
gravitando sobre los pilares edificados por Alejo Carpentier, Lezama
Lima y Guillermo Cabrera Infante. Una capital que, a los ojos del mundo,
permanece en una esfera literaria más imaginada en el pasado que en el
presente.
Tantas décadas con un cuerpo narrativo centrado fundamentalmente en
acontecimientos y personajes —y con un paisaje urbano donde lo nuevo es
el envejecimiento urbano— conlleva a que el marco referencial más
inmediato y panorámico continúe siendo la literatura escrita 30, 40 o 50
años atrás. Un hecho acentuado por los años de una épica revolucionaria
centrada en lo rural y en el interés de varios escritores en crear —con
mayor o menor fortuna— una narrativa histórica. Definido entre la
destrucción y la ausencia, el actual conjunto arquitectónico capitalino
posrevolucionario ha llevado a una narrativa del deterioro.
La falta de un paradigma de la ciudad, como apogeo y auge de situaciones
y conflictos no limitados a la barbarie, ha llevado a una búsqueda de
modelos que se reducen a estereotipos, cuando se intenta rescatar un
atractivo más allá de lo insólito y la aventura fácil (y hasta cierto
punto segura).
El panorama a elegir retrocede todavía más cuando el interés se
circunscribe a un afán comercial tan inmediato como el turismo. Cabe
entonces la implicación más burda. Los tres músicos callejeros que
persiguen a los protagonistas de Nuestro hombre en La Habana de Carol
Reed son hoy por hoy la definición mejor de La Habana que se ofrece a
los extranjeros, con sones para turistas.
La visión de dos británicos —Reed, el director de cine y Graham Greene,
el autor de la novela en que se fundamenta la película— los convierte en
embajadores perfectos.
Pendiente aún una perspectiva mejor —esa que el tiempo le negó a
Greene—, de una Habana como otra Viena entre ruinas, y con un villano
quizá no tan simpático y atractivo como Harry Lime, pero igual de siniestro.
"En La Habana, de lo único que uno puede estar seguro, es de un tabaco".
La frase es del mismo actor pero de otro personaje. La pronuncia Orson
Welles no en El tercer hombre sino de The Voyage of the Damned. La
expresa bien vestido, con un puro en la boca, José Estedes, que
participa en la negociación —que resulta infructuosa— para permitir a
los refugiados judíos a bordo del St. Louis entrar en Cuba. Solo que a
lo dicho se le imponen dos cambios: en la actualidad ni siquiera un
tabaco es seguro en Cuba y ahora los refugiados en busca de asilo son
los cubanos.
Tras décadas de un proceso revolucionario descarriado, la capital cubana
representa la más tenaz resistencia a una transformación que, por otra
parte, ha vivido todo el país. Permanece como una referencia a una época
desaparecida para siempre, y ahora tanto el régimen, que aún persiste,
como los comerciantes extranjeros, que existirán siempre, buscan
explotarla de la forma más vil para el viejo Karl Marx: simplemente por
dinero.
Por ello —aunque no solo por ello— la ciudad merece más que una placa
alegórica a una selección tonta e interesada: Pese a todo y por todo,
aún La Habana maravilla.
Una versión de este artículo, abreviada por razones de espacio, aparece
en El Nuevo Herald.

Source: La Habana maravilla - Artículos - Opinión - Cuba Encuentro -
http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/la-habana-maravilla-325762

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